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La pedantería de dirigir

La pedantería de dirigir


Nacemos ávidos de aprender. Y sin saber nada de las teorías ni planes educativos, nos entregamos con alborozo al juego e investigación. Guiados e impulsados por los programas de desarrollo internos, respondemos a la perfección a todo estímulo que nuestros cerebros consideren relevantes. ¡Cuánto lo disfrutamos!


La consciencia interna que gobierna a un niño es distinta a la de un adulto y es así porque las tareas de un niño y las de un adulto son diferentes. Las crías tienen un programa propio: aprender todo lo posible del mundo y además con rapidez, pues el aprendizaje debe ser lo más eficaz posible. Así que dedican sus vidas al juego, la observación, repetición y búsquedas constantes, a comprender y descartar: lo que nosotros simple y llanamente llamamos ‘perder el tiempo’.


Entretanto, los adultos nos hemos convertido en expertos en interrumpir, dirigir y estorbar el proceso educativo autorregulado y autogestionado de los niños. Y todo eso a pesar de que ellos desde que nacen nos están mostrando sus grandes capacidades de desarrollo autónomo.


Pero seamos serios, no podemos pretender que un niño se olvide de que es un ser humano. Pedir que pare de moverse cuando su cuerpo le pide moverse es como pedir que pare de respirar o digerir. Pedir que no sienta la necesidad de curiosear y hablar es como pedir que deje de sentir sed o ganas de orinar. A menudo el niño se debate entre respetarse a sí mismo y su proceso de vida autorregulado y atender los caprichos improcedentes de los padres, maestros y demás adultos empeñados en saber más sobre los procesos internos ajenos. Gestionar aprendizajes de los niños se ha convertido en su deber, desconfiando de que el niño sea capaz y competente para autoconstruirse y así alcanzar su realización personal y única.


Si no viene del deseo y de la voluntad propia, seguir al adulto y obedecer solo lleva a la pérdida de esa conexión con su guía interna y bloquea su capacidad innata de buscar, pensar, razonar y disfrutar.


Cuando uno empieza a ser dirigido o guiado en lo que ‘debería’ o ‘le conviene’ aprender, pospone su programa interno de aprendizaje, se desentiende y delega en los adultos el desarrollo de su potencial. Los adultos se convierten entonces en quienes ‘saben’ y tienen la responsabilidad sobre su aprendizaje. Y como si fuera poco renunciara ser dueños de la propia vida, les hacemos creer que esa fuerza interna que los lleva a desafiar los mandatos del adulto es algo inadecuado o malo.


Pero romper la autorregulación pasa factura: las emociones que hasta entonces servían de guía andan erráticas, sin ser comprendidas ni acogidas y empiezan los problemas de aprendizaje, de comportamiento, de salud…

Hemos convertido la educación en un trabajo agotador, mientras que lo único que necesitaban los niños eran acompañantes confiados, capaces de cuidar el entorno y proteger sus vidas de cualquier intervencionismo.


Un niño cuya libertad ha sido respetada es sencillamente capaz de escucharse y hacer caso a su intuición. Un niño así duerme cuando está cansado, se activa con un estímulo cualquiera que lo hace investigar, buscar, aprender y disfrutar al mismo tiempo sin cansarse. Es paciente, atento y tiene ganas de saber. Un niño no anulado, no intervenido, no saturado, sabe elegir entre muchas actividades la que mejor se adapta al momento y se vincula mejor a su puzle interno en la red de sinapsis de su cerebro. En cambio cuando ha sido continuamente motivado desde el exterior, dirigido desde fuera tiende a esperar indicaciones y desconfiar de sus capacidades y su inteligencia.


Pedantes que somos, como apuntaba Rousseau, que creemos que les debemos enseñar hasta lo que pueden lograr fácilmente por su cuenta, como si alguien viera a un adulto arrastrarse o gatear por no ser enseñado a andar, como si hubiera gente que no sabe respirar, comer o dormir sin ser adiestrados en la materia.


Todo eso ocurre ya sea por la ignorancia, ya por la desconfianza y el miedo de los adultos, por creer que los niños están perdiendo su tiempo jugando y haciendo cosas que no les convienen, como si jugar libremente no fuera ese mecanismo evolutivo maravilloso que permite elaborar y comprender el mundo de una manera sencilla y fascinante.





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